lunes, 27 de septiembre de 2010

Fecha de caducidad


Corrió hacia el tocador, abrió una gaveta y sacó tres frascos con etiquetas borrosas. Colocó la ligadura elástica, apretó el puño, golpeo con furia la coyuntura del brazo. Las venas saltaron de expectativa, esquivando varias marcas de punciones previas y sendos moretones. Cargó la jeringa y se inyectó. Sus mejillas cobraron un tono rojizo, las manos temblaron un poco, sacudió la cabeza, se sostuvo fuerte del tocador. Llenó de nuevo la jeringa, hasta acabar con el líquido de cada frasco. Sabía bien que excedía la dosis indicada, que podría perder la razón, desvanecerse por semanas, incluso morir. Nada importó. Presionó el embolo con fuerza, con necesidad. El líquido inundó las venas y alcanzó todos los linderos del cuerpo en un par de latidos. Ella inspiró profundo, caminó trastabillando en busca de la cama, se desplomó después de dos pasos.

Mantenía una sonrisa leve que tenía aire de querer convertirse en otro gesto. El rostro permanecía volteado en dirección a la escaleras, en espera. Su cuerpo imitaba la rigidez del piso. Varios hombres caminaban a su alrededor, trataban de recrear la escena. Uno tomaba fotografías, otro colocaba pequeños rótulos con números, uno más trazaba la silueta de su cuerpo con cinta adhesiva. El fiscal la veía detenidamente. Sostenía en su mano enguantada los tres frascos vacíos y jugaba con ellos. Otro hombre, que estaba sentado cerca del cuerpo buscando huellas digitales con un polvo similar al talco, interroga al interventor: – ¿qué cree que le pasó a ésta lic? Ya van tres que se nos mueren de sobredosis. – El hombre esparcía las partículas de talco sin el menor cuidado y, de cuando en cuando, miraba los brazos de la mujer moviendo la cabeza en negativa. Un periodista, que trataba de pasar desapercibido, disparó varias veces sus cámara, sacando al fiscal de sus cavilaciones. Argumentó sin ser tomado en cuenta dentro de la conversación: – Yo creo que es suicidio. Desde que salió la droga para mantener a la mujeres enamoradas por más tiempo, todas quieren morir en nombre del amor. – El abogado sacudió la cabeza, había visto varias muertes por sobredosis de estas nuevas drogas. Desde que un médico se aventurara a afirmar que no se requería más que una dosis diaria de varios neurotransmisores, la gente se inyectaba a diario para mantenerse en la eufórica sensación de la pasión sin fin. El mundo se había vuelto un lugar de gente sonriendo sin razón, todos tarareaban mientras caminaban y cruzaban miradas infinitas con completos desconocidos. La farmacéutica que producía las drogas se ufanaba de haber convertido el mundo “en un lugar más placentero”. Pocos eran los que escapaban a la tentación y trataban de generar romance al estilo antiguo. El abogado, partidario aún del las formas naturales de cortejo, expresó:  –Esta mujer no murió de sobredosis, jóvenes. Falleció porque su amor tenía fecha de caducidad. 

martes, 14 de septiembre de 2010

Una palabra.


Marcus Stone- In love-  Oleo sobre lienzo, Galería de Arte
de Nottingham.

Es siempre la misma palabra siniestra, que me amenaza por las espalda con un puñal. La hoja fría de su incisivo cuestionamiento me hace temblar. La he visto aparecer cien veces, transfigurarse, permutar, permanecer estática y levitar. Me confunde. Ayer, por ejemplo, apareció en el entresueño, vistiendo el cuerpo de un hombre alado. Fingía ser verbo y corría alrededor de la cama, lanzando galaxias de una bolsa maltrecha. Se tropezó y cayó de bruces sobre mi, me aplastó el pecho como siempre, la herida vieja sangró de nuevo. La empujé con desdén, sé de sus artilugios para enredarme. Me miraba fijamente desde el piso, tratando de exclamar algo sin usar la voz. Se sonrojó y esbozó una sonrisa pícara. Seguramente recordaba los días previos, en los que su disfraz era escarlata.  Instigaba mis necesidades con la miel de la fruición, me hacía temblar la espina con solo anticiparla. No puedo negar que me gusta verla. Retoza como los niños pequeños, escondiéndose detrás de mil rostros, moldeando sonrisas, escarbando el los besos, hurgando en los cuerpos. Recordé como fue adjetivo de tantos versos en el pasado. Allí, volaba ataviada de nubes y comandaba a los Céfiros. Todavía comprendía el lenguaje de las hadas, por eso trataba de complacerme aferrándose a lo improbable, conquistaba príncipes y desnudaba princesas.  El reloj corrió y se volvió sustantivo. Yo la cambié por otras palabras que sonaban más intrincadas, incluso por monosílabos que me hacían sudar. Me sirvió solo para hacer oraciones despectivas, donde la amenacé varias veces de muerte y la desterré de mi alma gritándole improperios. Estuvo entonces vestida de duda. Se hizo lluvia cada vez que podía y me carcomía los huesos mientras me vestía a oscuras, para recordarme que aún estaba allí, que esperaba aunque yo fingiera ser ciega. Me giré en la cama y le tendí la mano, después de todo lo que he pasado con esta palabra, con el amor, no puedo dejarlo tirado a los pies de mis madrugadas. 

lunes, 13 de septiembre de 2010

Actos desafiantes.

La asistente del escapista está a punto de remover la manta que cubre una caja de cristal. Las paredes del teatro, abarrotado por el momento de rostros incrédulos, están tapizadas con el cártel que lee: “Por primera vez en la historia, el gran HH desafiará a la muerte para mostrar el camino”. Luego de un tirón leve la caja queda al descubierto. Un rumor fuerte se levanta entre los asistentes. HH sostiene en su mano ensangrentada el corazón de la asistente. – Lo siento – dice, mientras deja caer el órgano – no soportaba más tanto latido. El corazón puede distraer más de lo que ustedes creen, prosigamos.