Corrió hacia el tocador, abrió una gaveta y sacó tres frascos con etiquetas borrosas. Colocó la ligadura elástica, apretó el puño, golpeo con furia la coyuntura del brazo. Las venas saltaron de expectativa, esquivando varias marcas de punciones previas y sendos moretones. Cargó la jeringa y se inyectó. Sus mejillas cobraron un tono rojizo, las manos temblaron un poco, sacudió la cabeza, se sostuvo fuerte del tocador. Llenó de nuevo la jeringa, hasta acabar con el líquido de cada frasco. Sabía bien que excedía la dosis indicada, que podría perder la razón, desvanecerse por semanas, incluso morir. Nada importó. Presionó el embolo con fuerza, con necesidad. El líquido inundó las venas y alcanzó todos los linderos del cuerpo en un par de latidos. Ella inspiró profundo, caminó trastabillando en busca de la cama, se desplomó después de dos pasos.
Mantenía una sonrisa leve que tenía aire de querer convertirse en otro gesto. El rostro permanecía volteado en dirección a la escaleras, en espera. Su cuerpo imitaba la rigidez del piso. Varios hombres caminaban a su alrededor, trataban de recrear la escena. Uno tomaba fotografías, otro colocaba pequeños rótulos con números, uno más trazaba la silueta de su cuerpo con cinta adhesiva. El fiscal la veía detenidamente. Sostenía en su mano enguantada los tres frascos vacíos y jugaba con ellos. Otro hombre, que estaba sentado cerca del cuerpo buscando huellas digitales con un polvo similar al talco, interroga al interventor: – ¿qué cree que le pasó a ésta lic? Ya van tres que se nos mueren de sobredosis. – El hombre esparcía las partículas de talco sin el menor cuidado y, de cuando en cuando, miraba los brazos de la mujer moviendo la cabeza en negativa. Un periodista, que trataba de pasar desapercibido, disparó varias veces sus cámara, sacando al fiscal de sus cavilaciones. Argumentó sin ser tomado en cuenta dentro de la conversación: – Yo creo que es suicidio. Desde que salió la droga para mantener a la mujeres enamoradas por más tiempo, todas quieren morir en nombre del amor. – El abogado sacudió la cabeza, había visto varias muertes por sobredosis de estas nuevas drogas. Desde que un médico se aventurara a afirmar que no se requería más que una dosis diaria de varios neurotransmisores, la gente se inyectaba a diario para mantenerse en la eufórica sensación de la pasión sin fin. El mundo se había vuelto un lugar de gente sonriendo sin razón, todos tarareaban mientras caminaban y cruzaban miradas infinitas con completos desconocidos. La farmacéutica que producía las drogas se ufanaba de haber convertido el mundo “en un lugar más placentero”. Pocos eran los que escapaban a la tentación y trataban de generar romance al estilo antiguo. El abogado, partidario aún del las formas naturales de cortejo, expresó: –Esta mujer no murió de sobredosis, jóvenes. Falleció porque su amor tenía fecha de caducidad.