domingo, 31 de octubre de 2010

El olvido de Poseidón.

Les Océanides, Gustave Dore 1869, Oleo sobre lienzo,
colección privada.


El agua salió de mi. Llenó todo: la almohada, el piso, las sábanas, incluso logró alcanzar la mesa de noche y salpicar varios libros. Estaba teñida, sabía a metal. Tomé aire con la intención de suspirar, ni una sola partícula de oxígeno quiso entrometerse. El dolor, que golpea mi costa con ritmo de oleaje, me había dejado desgastada. Alcancé el baño entre tropezones, la sangre parecía brotar de más lugares de los que mi mano podía cubrir.  La sentencia del mar que llevo dentro me alcanzó de nuevo, vomite. Cuando mi anatomía decidió guardar la compostura estaba sentada al lado del retrete, abrazándolo como si fuera mi amigo más entrañable. Me sostuve lo más fuerte que pude de la tapa, la marejada golpeó de nuevo. Mi cuerpo parecía estar sometido a una marea roja que escapaba de mi a borbotones. Logré sentarme cerca de la ducha, recliné la cabeza sobre la puerta de vidrio. El cuarto de baño parecía prendido en llamas: la sangre brillaba en todos lados con la ayuda de los rayos de la luna. Las gotitas explosivas habían logrado alcanzar los lugares más recónditos, la escena parecía preparada de forma meticulosa. Controlé mi respiración, apacigüé las aguas. Muchas veces he creído  que soy dueña del mar, pero nunca he adquirido la cola o el tridente de Poseidón. Me sostuve de la pared para llegar al lavabo. Un delgado hilo de sangre dibujaba un camino sinuoso de mi comisura al cuello, me limpié pero el sabor metálico de la vida no me abandonó. Volví despacio la cama. Sentada, viendo como las aguas de mi vida se violentan contra mi, te divisé en el rabillo del ojo izquierdo. Tu también te alejabas. No estoy segura de la razón de mi desmayo, pero por serle fiel a mi necesidad de drama – la cual, valga decir, viene encriptada en el cromosoma X – me gustaría pensar que fue por tu partida, quizá solo fue la cantidad excesiva de sangre. Cuando recobré la conciencia pude darme cuenta de que pasaba: luego de tanto años de reclamar posesión, Poseidón por fin decidió concederme sus dominios y, con tu partida, metió todo su mar dentro de mi. El dolor que siento ha teñido las aguas de sangre y ellas, fieles a su dueño original de tantos siglos, intentan escapar, con el mismo ritmo de las olas del mar. 

jueves, 21 de octubre de 2010

Crisis.

Cuando la madrugada floreció, descubrí que sin ti me alcanzó la crisis. Mi lanificio tuvo que ser clausurado, pues los ovinos se revelaron uno a uno, argumentando que - por soñarte - abandoné mi vicio de pintar la cerca mientras los veía saltar. Los cigarrillos decidieron hacer una pira funeraria con tu recuerdo. Votaron, por decisión unánime, a favor de tu destierro.  El café y el alcohol, los más fieles compañeros, se amotinaron en los estantes de la cocina. Hicieron una trinchera detrás del polvo y las especias, mantienen cautivos al sacacorchos y la cafetera, pidiendo un recate que no puedo pagar. El bolígrafo se vistió con faltas de ortografía y luce, con la elegancia de una prostituta, un tapón mordido y un verso olvidado. Por tanto sentimiento, hay escasez de verbo, ausencia de sustantivos y yo no puedo adjetivar . Me di cuenta que la maldita crisis vino a quebrar hasta los astros que, por culpa de mis frecuentes despilfarros en los viajes al abismo de tu amor, pusieron en el cielo encapotado un letrero: “Cerrado por remodelación”. Hay crisis en el mundo y yo solo ansío tu regreso para resolver el conflicto de mi corazón. 

martes, 12 de octubre de 2010

Los besos de las tres.


Apunté a tu corazón, lo admito.
Cuando Cupido murió en mis brazos hace algunos años, atravesado por un disparo de indiferencia, juré que no dejaría escapar de nuevo el amor. Por eso me aferraba a la tasa de café como si el mundo estuviera a punto de hundirse. Por eso te miraba con el filo del claroscuro y mi pelo construía las parábolas del viento.  Por eso te ajusticié con estrofas de trova y arremetí contra tu cordura  con versos viejos. Esa fue la razón de mi comportamiento mitológico y de mis ademanes paganos. No tengo nada que ocultarte. Me vestí para matar: falda con flores, sol en las piernas, dagas en las venas.  Empujé la mesa hasta atrincherarte el deseo, comprometí cada una de tus fibras prometiendo que la arritmia cedería si tu complacías al deseo.  Todo el armamento – la dinamita de mi sonrisa, la pólvora de mi cuello, las balas en los ojos, las bombas escondidas en los verbos – estaba diseñado para que sucumbieras y, levantando una bandera blanca, le dieras cabida a mi presencia.  Admito, también, que nadie me puso sobre aviso. Los besos que inician en la hora tercia, en el café de la esquina, se prolongan por todas las madrugadas de tu cuerpo. 

domingo, 10 de octubre de 2010

El edicto del universo

A un creador de vida, con la misma promesa que la luna.

Hace muchos años, siglos tal vez, cuando en el mundo solo había un monarca que vagaba errante entre sueños y deseos, se sentaron las estrellas a deliberar sobre él. Me quedo corta con hablar de estrellas, fueron, más bien, todos los astros. La tierra, llena de mares y colinas, con valles plagados de cafetos y montañas con niebla, no podía pertenecerle solo a un hombre.
Franck Dicksee- Victoria, un caballero siendo coronado
con laureles
- óleo sobre marco, colección pública.  
El sol, suntuoso y egocéntrico, más gravitacional que el resto de los presentes - y sentado en la cabecera de la mesa, como le correspondía- habló con luz: El hombre está preparado, sabe lo necesario. Tiene el poder del verbo y la sentencia del adjetivo, no necesita más. La luna, escondida en la región más oscura de la mesa, esgrimió una sentencia por su compasión femenina: No - dijo menguando un poco- aún no está listo. No tiene centro como tú. Gira desordenadamente, creando caos, haciendo vida sin ton ni son. Las constelaciones más viejas, al unísono, asintieron, brincando entre las estelas de luz que dejaban varios cometas. Un nebulosa, sencilla y pequeña, sentada al lado del sol, preguntó: ¿Qué hacemos entonces? Si el rey no está preparado nadie podrá gobernar la tierra. Su maravilla quedará vacía, exhausta, olvidada. Todos guardaron silencio. Parecían haber encontrado la primera falla en aquel universo reciente. Se veían las caras tratando de acertar una respuesta, a tiempo que ocultaban su sentir real sobre el rey. Se adelantó entonces una pequeña enana roja, casi extinta. En un tiempo, mucho millones de año atrás, fue más poderosa que el sol. De ella solo quedaba un rescoldo, un esbozo de luz que lograba espantar un poco la oscuridad abisal del infinito. Dijo con voz quebradiza: este hombre ha hecho que yo vuelva a soñar con olas que empujen nuestra luz a los mares. Crea océano y vientre. Palpita, como ninguno de nosotros puede hacerlo. Sangra, suda y llora. Si alguno de los aquí presentes puede emular eso, que tome su trono en este momento, que lo haga abdicar. El universo entero guardó silencio. Comprendieron de pronto, sol, luna, estrellas y nebulosas, que el hombre había sido creado para recibir la bendición infinita de la creación perpetua. Solo el, en su condición de imperfecto, de humano, podía erigir. Se apartaron entonces de la tierra, prometiendo sendos regalos para el rey: el sol iluminaría sus días con rayos dorados para cubrirle el mar de oro. La luna bañaría los cafetos por las noches, con su panza de plata, para que el monarca pudiera seguir edificando aún en la oscuridad. La estrellas harían constelaciones idílicas, para que el rey soñara con nuevos caminos, con nuevas formas de vida, con aventuras fantásticas, quizá con una mujer. Las nebulosas se ocultaron un poco, prometiendo iluminar la ciencia de aquel ser que, rodeado de neblina y universo, sería el inventor de este nuevo firmamento. 

miércoles, 6 de octubre de 2010

Musas Insurrectas


Fue el mismo día que murió Daniel Ortiz y otros cinco infortunados que, por falta de identificación y  a fuerza de violencia, fueron etiquetados en la morgue como XX. Yo trataba de escribir, quería paz. Como es costumbre, buscaba suplir mis carencias en el sitio menos adecuado. Nada parecía funcionar para que el texto surgiera. Escarbé en viejos libros y las líneas me parecían incongruentes. Puse discos, vagué por el centro de la ciudad un par de horas, hasta me fumé un cigarro, pero nada quiso venir. Las palabras simplemente danzaban desordenadas y atravesaban mi mente con la fugacidad de los astros que cumplen deseos.  Me falta una musa, pensé. Exenta de inventiva traté de encontrar el equivalente masculino de tales deidades. Por conveniencia, mi atiborrado cerebro me propuso un cambio de vocal – muso – y descubrí, sorprendida, que la palabra existía, pero con terminología despectiva y sin tanta mitología de por medio. Me dio por maldecir. Octubre tenía ganas de ser noviembre, vestía pieles frías vientos nuevos.
La musa. Gillaume Seinac. Colección privada.
Redundo, como buscaba paz  se me ocurrió que, carente de semántica, la única opción posible era dormir.  Acomodé la almohada, me puse los audífonos y cerré los ojos. No pasó mucho tiempo para que Mnemea apareciera. Vestía una túnica gris, raída de los bordes. Gesticulaba usando mis viejas sonrisas  a tiempo que derramaba lágrimas enjutas. Giraba en el mismo círculo comprometiendo mi vista miope. Alcancé a tomarla por el brazo y le pregunté por el pasado. Me escupió en la cara varios recuerdos: una cama tibia, una rosa seca, un allegro sin ritmo. Se proclamó dueña de mis verbos y me hizo olvidar mi capacidad de conjugar.  Más terciada aún, alcancé a subir el volumen de la música. Aedea cantó escondida entre las notas de un violín y de la melodía brotó una toga tersa color marrón. La diosa se balanceaba lento entre mis comisuras, haciéndome hablar un lenguaje que aún no puedo plasmar. Balbuceé hasta que la lengua se quedó rígida por tanta incongruencia y el cerebro se me entumeció. La vi con saña y apagué la tonada. Ella, sediciosa, me abofeteó con el peso de todo el repertorio barroco y se nombró a si misma dueña de mis adjetivos y mi métrica.  Yo estaba herida. ¿Quién puede construirse solo con sustantivos? Nada quedaba en mi repertorio cuando asomó Meletea. Agitaba una vestidura verde mientras flotaba por la habitación. Rumiaba mi incapacidad entre sus labios y repasaba mis vicios en su ojos. Recordaba todo lo que yo quería olvidar. Trataba de incorporarme pero sus hermanas me habían abatido. No soy nada sin mis líneas, alcancé a pensar. Con el último aliento me aferré a su ropaje,  ya no quería paz, solo que me devolviera mi vocabulario, si no era posible, por lo menos que me prestara un diccionario. La muy mítica apartó el rostro de mi y me empujó de nuevo a la cama. Se calificó como la dueña de mis sustantivos y, antes que pudiera atajarla de nuevo, salió corriendo por la ventana. Se llevó los últimos vocablos, la paz y mis almohadas.
Me desperté sobornada por el calor de las sábanas al medio día.  Corrí al baño para ver si alguna letra, la que fuera, aún quedaba en mi.  Nada surgió del reflejo. Solo era yo  con tres cicatrices nuevas en el rostro. Bajé por un café y el matutino leía: “ Las musas se sublevan por falta de alcohol y sexo. Motines en todas las calles. Los artistas buscan consuelo en  el pop, el dinero, el sexo y demás cosas cotidianas.”