miércoles, 13 de julio de 2011

El edicto del universo: los giros del viento.

Albert Bierstadt (1830- 1902).
Camino en el bosque.
Óleo sobre papel, colección pública. 

Se adentró en el bosque de cedros soñando con el futuro. Sus pasos resonaron en el vientre de la tierra que, húmeda, intentaba asirlo con manos de barro. Sabía bien que la lluvia había cesado desde hacía horas, mas el eco de las gotas que pendían de las hojas remedaban el diluvio reciente. Se sentía liviano, como si acabara de nacer entre las piernas de una estrella. Avanzó aferrándose a las cortezas empapadas hasta que no tuvo voluntad. Tomó asiento sobre el musgo que crecía cerca de unas raíces y espiró con fuerza. Conforme pasaron los días el rey conoció el poder de aquel mundo en agitación, aprendió a sentirlo y, a su vez, sentía con él. Con la cabeza entre las piernas, la corona a punto de resbalar, las manos sudorosas, intentó alcanzar a su aliento que se perdía entre la muchedumbre de árboles. Estaba tan agitado que creyó que la conciencia también escaparía. Estos ataques ocurrían cada vez con más frecuencia. El monarca se desesperaba, su respiración huía agitada por cualquier camino, el corazón se aceleraba a proporciones descomunales y el sudor brotaba falsificando al rocío en su piel.  Tanta sensación terminaba por fatigarlo y, abatido, tomaba asiento para tratar de eludir la conmoción de su cuerpo. La luna le explicó el mundo de las emociones mientras menguaba, pero el regidor no logró entender como tanta palabra podía darle sentido a lo que, según el, solo ocurría en su interior. La noche lo alcanzó sentado en el mismo claro, mojado, confuso y presionando sus sienes para tratar de contener la vigilia de su mente. La oscuridad fue más penetrante de lo que el rey previó, la luna nueva dormitaba entre los brazos del sol y no iluminó el firmamento o sus dudas. Alterado, se sujetó de corteza del cedro y lo apretó hasta que empezó a sentir cosquilleos en sus brazos, cerró los ojos buscando alguna respuesta en la oscuridad. Pretendía fundirse en su creación para abandonar la incomodidad que le producía estar agitado. Mientras estrujaba con fuerza la poderosa madera, apareció un cúmulo estelar de aspecto globoso. Los millardos de estrellas ancianas lo vieron perplejas. ¿Por qué te afliges majestad?, preguntaron mientras refulgían pacientes. No entiendo que me pasa, dijo el monarca, sin siquiera abrir los ojos o soltar el árbol. Dentro de mí estalla otro universo, todo gira obedeciendo la gravedad de un astro que desconozco y, para colmo, mi cuerpo se somete a la voluntad cambiante de estas sensaciones. La luna intentó explicarme hace poco, pero no logro entender como se resume esta intensidad con palabras. La estrella más antigua, quizá también la que poseía más gravedad, se acerco un poco al rey y le dijo, suspira. El regidor se soltó del árbol súbitamente, abrió los ojos de golpe y exhaló el primer suspiro de la humanidad. La tierra tembló un segundo, devolviendo el gesto del rey con la aparición de un viento anabático que hizo girar la tierra. El monarca tomó asiento de nuevo, con el alma saciada de paz. Entendió aquella noche que la tierra giraría eternamente, movida por los suspiros.