John Henry Fusel (1741- 1825) Óleo sobre lienzo, Kunsthaus, Suiza. |
No te entiendo vida. Este afán tuyo de cerrar la puertas bajo mil
aldabas, de sucumbir al destino como si de él fuesen todas las reglas o los
caminos. Te entregas con la liviandad de una prostituta a cualquier requisito
que el azar te imponga y conviertes el esfuerzo en apatía. No comprendo
aquellas tardes tuyas, llenas de miel entre los dedos y pasos largos para
alcanzar al abuelo. Todo ese teatro me acompleja cuando me veo la piel
cansada. Te he olvidado muchas veces, no puedo negarlo, más mi excusa yace en
cientos de necesidades que tu misma fuiste imponiendo con la fachada de la
responsabilidad y la llegada de la adultez. No te intuyo, vida, cuando me
abalanzo sobre ti con uñas y dientes, con la sed de mi pasado aborigen y tu
sonríes detrás del consumismo volviéndome una fracasada. Tus deducciones incoherentes me atan
con fuerza a pretéritos irracionales, que no saben conjugarse, que solo aceptan
el singular. Aparece entonces esa conjetura tan particular, tan tuya: entregas la
respuesta con la imagen de dos espejos afrontados. ¡Maldita! ¿No te das cuenta
que no dependo de ti sino de la muerte? Nunca me perdonaste aquel día en que
lloré ante la belleza sutil de un cadáver que gritaba mi falta de conocimiento.
Ahora cobras venganza acribillando cada uno de mis sueños y pintando las
paredes con sangre de unicornio o enredando mis pies con el tul de mis muñecas.
Vida, ¿nunca te diste cuenta que tengo ganas de sentirte? He intentado, sin
lograrlo, retenerte en un latido o evitar la exhalación, pero de ti solo me
queda ese momento efímero de gota de sudor contra el viento, de lágrima que se
lanza al precipicio. Dejé de concebir tus apuestas vida, sé bien que estas
equivocada porque yo siempre he sido la dueña de la voluntad. Me doy cuenta de
repente que, cuando arremeto
contra ti, terminas convenciéndome de renunciar con uno de tus amaneceres
encandilados o un poco de lluvia inesperada. Hoy voy a decirte vida, que yo
también puedo fallarte si me lo propongo, que puedo dejar de esperarte y correr
tras las hojas del otoño. Te recrimino tus pendientes, todas esas cosas que
dijiste que no podía tener y fuiste reprimiendo con maquillaje de
arrepentimiento. Te declaro ingrata. En esas noches en las que me sienta
mitológica voy a abandonarte de una vez por todas, tomaré los votos de los
viejos dioses y desertaré dejándote a tu suerte, como tantas veces lo haz hecho
conmigo. Vida, no adivino ninguna de tus necedades. Estas presente para el que
sostiene el vicio o la que se jacta del negocio, pero no para el deseoso, para
el que tiene urgencia de vivirte. Y tal vez ese sea el secreto, vida, prefieres
llegar cuando nadie te está esperando.