martes, 12 de octubre de 2010

Los besos de las tres.


Apunté a tu corazón, lo admito.
Cuando Cupido murió en mis brazos hace algunos años, atravesado por un disparo de indiferencia, juré que no dejaría escapar de nuevo el amor. Por eso me aferraba a la tasa de café como si el mundo estuviera a punto de hundirse. Por eso te miraba con el filo del claroscuro y mi pelo construía las parábolas del viento.  Por eso te ajusticié con estrofas de trova y arremetí contra tu cordura  con versos viejos. Esa fue la razón de mi comportamiento mitológico y de mis ademanes paganos. No tengo nada que ocultarte. Me vestí para matar: falda con flores, sol en las piernas, dagas en las venas.  Empujé la mesa hasta atrincherarte el deseo, comprometí cada una de tus fibras prometiendo que la arritmia cedería si tu complacías al deseo.  Todo el armamento – la dinamita de mi sonrisa, la pólvora de mi cuello, las balas en los ojos, las bombas escondidas en los verbos – estaba diseñado para que sucumbieras y, levantando una bandera blanca, le dieras cabida a mi presencia.  Admito, también, que nadie me puso sobre aviso. Los besos que inician en la hora tercia, en el café de la esquina, se prolongan por todas las madrugadas de tu cuerpo. 

1 comentario:

  1. Vaya que esa chica sí sabe aferrarse a algo tan difícil de hallar... ¿No será obsesión (:-P)?

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