miércoles, 23 de noviembre de 2011

Encuentros


Quiero encontrarme contigo sin tener la certeza de que voy a verte. Que Fortuna me lleve de la mano hasta el lugar donde tomas el primer café de la mañana y Azar me permita distinguirte entre mis malas rachas. Tengo un antojo abisal de toparme contigo de frente, mientras el sol recita poesía y la primavera se marcha ruborizada.  Que me encuentres en una ciudad atestada de futuro para que podamos solventar nuestros pasados llenos de complejos. Pretendo ilusionarte sin que sepas pronunciar mi nombre, cambiarte la vida con un suspiro vertiginoso y construirte con los planos que dibujé de niña.

Quiero divisarte a lo lejos en una calle y abordarte con una excusa cobarde: “Perdona, creí que eras alguien más…”.  Ensayo mi sonrisa más lasciva todos los días, para usarla la primera vez que me veas de reojo en un parque, mientras leo un libro. Anhelo extrañarte sin conocerte por completo y esperar tu llegada a una hora desconocida. Reconocerte por el aroma  a convicción y descubrirte mientras tarareas mis dudas. Mientras te sueño con los ojos abiertos, voy a confesarte mis miedos sin usar un solo adjetivo. Ansío recorrer tus necesidades en las horas más oscuras de las noches sin luna, que averigües de mi por instinto, que me notes en tus vicios y me describas en tus cartas. Aspiro a numerar tu calendario con un sistema capaz de destruir el infinito.

Quiero alcanzarte luego de terminar mis pasos con prisa y filtrar las horas juntos a través de las hojas de los tiestos. Me apetece ser tu fantasía mientras me presientes en tu realidad. Prometo que voy a negociar con los dioses un mañana que no tenga límites, disuadirlos para inmovilizar a Cronos y que podamos tener cientos de presentes en el mismo instante. Transito hacia las puestas de sol en los recovecos de  tu cuerpo y me afano por las gotas de sudor que aún no hemos vertido. Espero los cafés con propuestas para transitar por la vida sin desilusión, las comidas con planes indestructibles que tengan de postre una quimera y las copas de vino que me plasmen tu sabor en los labios.
Una mujer en las calles de Paris al anochecer,
Lionello Balestrieri (1872- 1958),
óleo sobre lienzo, colección privada. 

Quiero sospecharte entre el cambio de luces de un semáforo o a la espera del metro en el andén. Deseo encontrarme con tus palabras en uno de mis discos y escuchar tus comandas en mis acordes. Espero que me pintes la vida con los colores que tienen los marcadores de textos. Quiero encontrarte en mis gestos, completarme en tus frases y repetir tus excusas. Se me antoja que tus días inicien en mis noches, que me encuentres debajo de tus sábanas y que disfrutes mis manías. Mientras, yo voy a buscarle sentido a tu sonrisa en los versos que escriben los poetas luego de hacer el amor. Quiero verte llorar por una tontería y que sueltes una carcajada cuando cometa un error. Estoy a la expectativa de embestirte  con todas mis caricias.

Quiero encontrarme contigo cualquier día de estos mientras transito por mi vida, yo te espero sentada como siempre, mi querida muerte. 

lunes, 15 de agosto de 2011

Asesina de sueños


Sueños Esmeralda,
Morgan Weistling (1964)
óleo sobre lienzo,
Colección de Fred y Sherry Ross.

Tenía demasiados sueños enredados en las manos cuando alcancé a espabilarme. Los vi detenidamente con afán de recordarlos.  Sentada en mi palma estaba aquella fantasía hermosa, ataviada en seda como las musas, en la que todo eran sonrisas y canciones, tul y expectativas. De mi pulgar se sostenía la quimera de mi evolución, mordisqueando una manzana de forma lujuriosa para hacerle burla al sacramento. En el índice estaba un espejismo fabricado de tinta; carente de color, escribía a toda prisa en una máquina antigua que no tenía vocales. En el dedo medio, incrustada a fuerza en la uña, sangraba la visión de mis vidas alternas, las que no viví por temor o por ansiedad. En el anular, vestida de platino, la alucinación esquizofrénica de pertenecer a una sociedad estructurada vendía un diamante. Del meñique, caníbales, pendían juntas una pesadilla y una ilusión, que trataban – sin éxito – de engullirse mi dedo. Mala suerte la de aquellas visiones, pasó un zancudo aleteando su intensión de alimentarse y, de un manotazo, acabé de  una vez por todas con el insecto y todo el montón de tonterías con las que se entretiene mi subconsciente. 

miércoles, 13 de julio de 2011

El edicto del universo: los giros del viento.

Albert Bierstadt (1830- 1902).
Camino en el bosque.
Óleo sobre papel, colección pública. 

Se adentró en el bosque de cedros soñando con el futuro. Sus pasos resonaron en el vientre de la tierra que, húmeda, intentaba asirlo con manos de barro. Sabía bien que la lluvia había cesado desde hacía horas, mas el eco de las gotas que pendían de las hojas remedaban el diluvio reciente. Se sentía liviano, como si acabara de nacer entre las piernas de una estrella. Avanzó aferrándose a las cortezas empapadas hasta que no tuvo voluntad. Tomó asiento sobre el musgo que crecía cerca de unas raíces y espiró con fuerza. Conforme pasaron los días el rey conoció el poder de aquel mundo en agitación, aprendió a sentirlo y, a su vez, sentía con él. Con la cabeza entre las piernas, la corona a punto de resbalar, las manos sudorosas, intentó alcanzar a su aliento que se perdía entre la muchedumbre de árboles. Estaba tan agitado que creyó que la conciencia también escaparía. Estos ataques ocurrían cada vez con más frecuencia. El monarca se desesperaba, su respiración huía agitada por cualquier camino, el corazón se aceleraba a proporciones descomunales y el sudor brotaba falsificando al rocío en su piel.  Tanta sensación terminaba por fatigarlo y, abatido, tomaba asiento para tratar de eludir la conmoción de su cuerpo. La luna le explicó el mundo de las emociones mientras menguaba, pero el regidor no logró entender como tanta palabra podía darle sentido a lo que, según el, solo ocurría en su interior. La noche lo alcanzó sentado en el mismo claro, mojado, confuso y presionando sus sienes para tratar de contener la vigilia de su mente. La oscuridad fue más penetrante de lo que el rey previó, la luna nueva dormitaba entre los brazos del sol y no iluminó el firmamento o sus dudas. Alterado, se sujetó de corteza del cedro y lo apretó hasta que empezó a sentir cosquilleos en sus brazos, cerró los ojos buscando alguna respuesta en la oscuridad. Pretendía fundirse en su creación para abandonar la incomodidad que le producía estar agitado. Mientras estrujaba con fuerza la poderosa madera, apareció un cúmulo estelar de aspecto globoso. Los millardos de estrellas ancianas lo vieron perplejas. ¿Por qué te afliges majestad?, preguntaron mientras refulgían pacientes. No entiendo que me pasa, dijo el monarca, sin siquiera abrir los ojos o soltar el árbol. Dentro de mí estalla otro universo, todo gira obedeciendo la gravedad de un astro que desconozco y, para colmo, mi cuerpo se somete a la voluntad cambiante de estas sensaciones. La luna intentó explicarme hace poco, pero no logro entender como se resume esta intensidad con palabras. La estrella más antigua, quizá también la que poseía más gravedad, se acerco un poco al rey y le dijo, suspira. El regidor se soltó del árbol súbitamente, abrió los ojos de golpe y exhaló el primer suspiro de la humanidad. La tierra tembló un segundo, devolviendo el gesto del rey con la aparición de un viento anabático que hizo girar la tierra. El monarca tomó asiento de nuevo, con el alma saciada de paz. Entendió aquella noche que la tierra giraría eternamente, movida por los suspiros. 

viernes, 3 de junio de 2011

Palabras voraces


Desperté de madrugada, como lo hago desde niña. No sé porque Cronos tiene la necesidad de pellizcarme siempre a la misma hora. El reloj se sonrío conmigo. Él y el maldito insomnio son mi única compañía. Estoy harta de mi forma de escribir. Las palabras complicadas, adquiridas del vocabulario extenso de los grandes maestros, me mastican la piel. Me reí de la idea. Tal vez por eso envejecemos todos. Las palabras nos muerden con la voracidad de una animal salvaje. Entonces brota un poco de inspiración y, como la sangre, se derrama dejando una huella indeleble. ¡Vaya! El tiempo entonces no es de aquel dios que devoraba asiduamente a cada uno de sus hijos. Los minutos le pertenecen a todas estas letras asesinas que arremeten sin piedad contra la carne humana, insaciables. Pienso entonces que, del mismo modo que en el reino animal, deben existir las palabras depredadoras y otras que sean la presa. Al papel, marco blanco que se vuelve su paisaje, solo le queda observar apacible como se tragan unas a otras. Me da por sentirme la dueña de esta idea y bautizo a los verbos como la expresión más devastadora. A ellos les pertenecen todos los teatros, los cabildos, las sentencias, las ironías e incluso la felicidad. Entonces me confundo. Debería de ser capaz de describir a estos amos en su propia lengua, pero la musa se fuga por momentos y  me deja a sola con mi vicio: los adjetivos. ¡Pobres infelices! Se quedan en el medio. Si defino al verbo como el regidor absoluto, el sustantivo será su presa frecuente. Ese animal temeroso que se mimetiza, que se esconde de la fauces de lo inevitable. Trata de procrear nueva vida antes de ser engullido por un pasado pluscuamperfecto o un futuro coloquial. Va por allí soltando feromonas para que cualquier adjetivo se aparee con el, antes que sea demasiado tarde.  Me devuelvo sobre la misma idea, los adjetivos quedan entonces sin más función que la de congeniar a verbo y sustantivo sobre una línea temporal. Procrear con uno y complacer al otro. Se me acaba el cigarrillo y me doy cuenta que da igual quien sea que cosa. Al final todas las palabras me engullen de la misma manera y destruyen mi cuerpo, por milímetros, sin piedad. Entonces entiendo el peso de este vicio. El amanecer escupe su primera luz sobre mi ventana y la cortina lo corrige. La vida se abre paso y deja atrás mi madrugada inocente frente al ordenador. Me levanto. Tengo la obligación de permitir que todas estas palabras se limpien los dientes y escupan mi sabor. 

viernes, 13 de mayo de 2011

También llueve en tu piel.

Porque hay quienes me permiten ver mis estaciones.

En tu cuerpo se hace sol y eres verano. Cuando te descubrí, una tarde tibia en que la estación ruborizaba al cielo, te me antojaste imponente y a la vez coloquial. He de confiarte que pintas el firmamento de rayos iridiscentes, atrayendo todo a tu alrededor. Elevas la temperatura del ambiente, desvistes voluntades, ciegas virtudes y enciendes vida. En ti, la sequía de arranques que solía ocupar mi playa, se desmorona cual si hubiese sido de arena. Apoderado de cada poro, arremetes contra siglos de conocimientos astrológicos: te haces austral entre cuatro paredes,  al mismo tiempo eres boreal mientras recitas un verso y discurres a mis comisuras. En ti he descubierto la venia del trovador, pues las noches se hacen cortas, los días más largos conforme transcurres en mi vida. De pronto, bajo la comanda del compromiso que le firmaste al presente, aparece el equinoccio que merma tu ansiedad. Cronos te es infiel y tu giras a otras latitudes.

Ves el mundo con ojos de otoño. En el hastío de tus convenios le has forjado un nuevo verbo a tu futuro, la hojarasca. Entiendes que el paisaje pinta ocres y olvidas que fuiste feliz mientras eclipsabas mi cuerpo. Está casi consumada tu cosecha pues brilla entre tus dedos la fortuna de pasado.  Amedrentas mi necedad al tornarte una ventisca e insinúas con sutileza el poder de tus cambios. Yo, que alterno de eje sumida en la fuerza de tu gravedad, me inclino a pensar que todo esto es un mero capricho tuyo. Quieres demostrar que ni en meteoros ni en fauna puede una mujer intuirte. En el sueño de un dios anciano se inventa tu siguiente solsticio y cambias de nuevo el termómetro para volver mi rima un simple galantería. 
Gustave Caillebote (1848- 1894)
Lluvia.
Óleo sobre lienzo, Museo de arte de la Universidad de Indiana

También llueve en tu piel. A veces como viento huracanado, otras como llovizna que alerta todos los sentidos. En ti no hay nubes que permitan predecir el torrente que se avecina, menos aún alcaravanes que te rueguen con trinos. Estas siempre a la expectativa del vapor, con la sola finalidad de precipitarte sobre mi. Entonces, el bosque  de mis dudas aplaude tu invierno con ramas pobladas de expectativas. Aquella tormenta, en la que te reconozco, puebla mi espalda de centellas. Se crea luz a partir del agua y mis manos no alcanzan para bendecir tu alquimia. Inicia el estruendo, mi ser te espera con los pétalos abiertos. Luego del chubasco aparecen cientos de senderos que antes no existían, delineados por millones de gotas que intentan seguir el rastro de tus manos. Surge también el olor de los cuerpos húmedos, la tierra mojada en su mejor expresión. Como temporal es imposible predecirte. De ti no hay ciencia o esquema al final del noticiero, solo un aguacero tibio que hace florecer la idea del siguiente encuentro. En confabulación perfecta con Hades inventas tu siguiente equinoccio y Deméter prepara ti su mejor elogio.

Eriges en mi mente una visión fantástica: un sustantivo que se sostiene sin las muletas de verbo o adjetivo, nosotros. Me escribes de nuevo y eres primavera. Una visión onírica en la que mil faunos danzan coronando a las musas. Construyes de miel los atardeceres y los transeúntes te confunden con la libertad o la juventud. Abres el paisaje, entras por todos mis sentidos, provocas éxtasis en cada rincón. En mitad del placer me confundo y tu, adscrito a las leyes cíclicas del cambio frecuente, abandonas el entorno prometiendo abundancia a costa de tesón. Te inventa la flora un solsticio que se vuelve fábula y el círculo vicioso vuelve a dar inicio, mientras yo, producto de tu regodeo, me hago sostén de tus deseos. 
Me desespero. Así, en flor y fruto como me haz fraguado, solo puedo rogar por una canícula de tu presencia.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Sonrisa de santo


La tentación de San Antonio, Salvador Dalí.
Óleo sobre lienzo, colección privada. 

Despertó con la sensación de tener los músculos embotados. Su primer gesto fue una sonrisa a medias. Aún era muy temprano para esbozar una sonrisa completa y, como he dicho antes, Antonio no se sentía como él mismo esa mañana. Trató de seguir la rutina de siempre: estirar los brazos, componer la sotana, tratar – disimuladamente – de pulir su nombre para que los feligreses no se confundieran. No pudo hacer nada. Para su malestar descubrió que se hallaba de cabeza con trece monedas frente a él. Entonces la sonrisa fue completa, quizá carcajada. ¿Quién cree posible encontrar amor por tan poco dinero? 

lunes, 21 de marzo de 2011

Mares profundos

Yo solo te comprendo de una forma, mar. Empiezas en la arena. Suave y comprometido te enredas en cada curva presentado devoción al claroscuro de la media noche. De espuma y brisa construyes mis sentidos. Avanzas, cíclico, con una marea delicada que socava mis virtudes. Vas con el paso firme de los dioses, rompiendo las botellas que mil náufragos abandonaron en la orilla.
Yo solo te adivino en el embate arrebato de tus palmas tibias. No voy a mentir, disfruto el momento complejo en el que te haces a mi vientre, vestido de corsario, reclamando a voces la bandera de mi incredulidad. Surcas la espalda, el cuello, las comisuras y entierras el tesoro en la isla perdida de mi imprudencia. Te diviso en la borrachera de mis necesidades, entre el ruido de viejas canciones y el brillo de las gemas de mi pasado.
Atardecer en medio del océano, Thomas Moran,
óleo sobre lienzo, colección privada.
Yo solo puedo verte como litoral. En aquella costilla en la que estallan las promesas de Adán escondes el último atardecer. Horizonte abierto donde el viento huele a sal y escribe tu nombre en cada poro. Abrasas mientras abandonas mi cuerpo en caída libre hacia un lecho de corales que remedan mis culpas.
Creo que tu puedes sentirme solo cuando me pretendo océano. Cuando, buscando en tu costado una excusa, subo la temperatura, amedrento el oleaje e invento para ti un azul profundo de fruición. Animas cuando cantan las sirenas y gimes cuando se resiente Poseidón. Trazas, entonces, un mundo nuevo a partir de la historia que te susurraron la Nereidas y me rodeas de la incandescente sensación de tu gravedad.
Yo, deseo, solo te entiendo en el continente salobre de mi cuerpo, que se hace agua ante tu presencia.  Concibo entre tus sencillas corrientes edades completas, designios que menguan con la llegada del día. Intuyo al fin, que este fugaz escarceo es fruto de mi ciclo lunar. Así, mar, vientre, sal, luna y tú, me pertenecen. 

jueves, 17 de febrero de 2011

Sueños de libertad


La misma bala acabó con todo.  Jugó con el pequeño fragmento de metal por varios minutos. La vio escurrirse un par de veces entre sus dedos como si agua se tratase. Sonrió cuando la introdujo en el tambor de la 38 que había heredado de se abuelo. Pasó los dedos varias veces por la S que se enrollaba en la W como una serpiente, como el pecado mismo.  Quitó el seguro con recato, trataba de no hacer ruido, no quería despertar ninguna esperanza que le quitara valor. Vio dentro del cañón con la puericia de un niño con su primer telescopio, en el fondo oscuro se dibujaba la constelación del futuro. Haló el martillo y puso el arma sobre el taburete. Tomó su ultimo cigarrillo, sorbió al mundo y sus dolores en cada calada. Cuando trataba de extinguir la colilla lo asaltaron las deudas de los confesionarios que nunca visitó, para su buena suerte aún quedaba un trago de whisky. Empujando el hielo con la lengua extrajo hasta la última gota del néctar de los desvalidos. Rodó una lágrima y sonrió de nuevo cuando su mano izquierda – la de la puntería acertada – logró colocar la pistola dentro de su boca. Apretó el gatillo mientras una sensación de frío subía por toda la espina.

-       **Señor, otra vez se quedó usted dormido. Es momento que pase con el médico. ¿Con qué soñaba esta vez?

-      ++ Nada importante, con un poco de libertad supongo. 

domingo, 13 de febrero de 2011

El disfraz de Minotauro

George Frederick Watts (1817-1914)
El Minotauro, óleo sobre lienzo
Galería Tate, Londres. 
Al la nueva interpretación de la misma letra.

Minotauro, da por sentada mi muerte.
No hace mucho, mi acreta incredulidad tuvo la sentencia solícita de tu laberinto. Otra vez, entre los linderos sencillos de mi cama, un gemido me sintetizo todos los textos de Apolodoro. Homicida frecuente, he aquí tu víctima perfecta. Tauro del sur, me haz hecho de minas el camino desde que franqueaste el borde de mi puericia. Eres parte del cíclico frecuente de mi mente, imprudente.
A veces, por el puro gusto de perder el tiempo con tu historia, me divierto inventándote hijo de Minos. Serías entonces más sencillo. Implicarte en mi muerte – y en la de muchas otras – sería menos lioso, podríamos hasta alegar suicidio, pues te haz aniquilado a ti mismo muchas veces entre los brazos de Venus.
Entonces, en medio de esta curva engorrosa, tu ascendencia divina sería aparente. Complejo entre lo enigmático, habrían mas diosas cobrando venganza con tu llegada, que vírgenes suplicando por tu partida. ¿Y si solo eres fruto de mi coincidencia? Tan espontáneo como una espiral. Elemental de átomos afables. Limpio, neto, en otras palabras, solo mitología.
Vengo tarde a darme cuenta, que hijo de Zeus o arrebato de Poseidón, la vehemencia de tu ofensiva me ha dejado a tu merced. Sicario de mis prerrogativas, dale vuelta a tus manos, descubre lo terreno de tu sangre, la ausencia de evolución. No puedo rastrearte en la antigüedad de mis días, no eres más que magia sensata de la alborada del pensador.
Asterión de mis noches, ¿quién te conoce realmente? Tu anuencia a la carne humana, tu asiduidad a la violencia, tu constante conformidad con mi prudencia y la persistencia de tu ocio hacia Dios. ¿Quién guarda el disfraz de tu madre? ¿Acaso ocultas tu también el cuerpo? Si tu aplicación frecuente a mis desvaríos, tu obstinación por ocupar el mundo mortal, tu pasión por otros códigos genéticos, te ha hecho íntimo de Dédalo, inicio del mismo final. Tú, que te frecuentas con fábula, te rozas con mi cobardía y te presentas con mis pecados, dame tregua. Yo solo me divierto. Confiesa de tus volubles caprichos, enterada de tus infortunios, percatada de tu insinuante adulterio, te celo la vida, deidad alebrestada. No quiero de ti más que la condición de omnipotente, un vestigio de mito para mi vida conspicua, que por mera afición, colecciona providencia.
En medio de la juerga que me ocupa las horas te cuestiono, como todo lo que hago. ¿Qué vas a requerir esta vez? Tienes para escoger: siete doncellas fugaces que te hagan farra con su belleza, siete caballeros andantes que te adiestren el diente, la carne y el temple, catorce mujeres que mengüen tus lunas entre las dunas de sus cuerpos, catorce hombres que te conformen un ejército de eruditos o de campantes. Te los doy por cuotas o inmediatos. No es una cata. Solo quiero reconocer que es capaz de inquietarte con toda una mesa servida. Si me descubres tanteándote el cuerpo mientras sondeas tu gusto, vuelve al principio, asesino, éstas incriminado por mi muerte.
Mi prolongada aventura, tú y yo somos de la misma calaña. Tú, engañado en Cnosos por la pasión de dos desconocidos. Yo, prorroga inconciente de los malos hábitos de los dioses: procrear mujeres indecisas que mezclen cuerpo y mente en un solo corazón. Tú, escrutador constante de la vida y sus pronósticos, o sus pretéritos. Yo, un pasado frecuente que inquiere todo el tiempo sobre el fruto de la vida. Somos lo mismo, pero alterados. Somos iguales, pero alternados.  Para tu saber estas son solo líneas. Una cruzada frecuente que me ameniza el seso y me regodea el cuerpo. Después de todo, te lo dije desde el principio verdugo, estas atrapado por mi muerte.