viernes, 3 de junio de 2011

Palabras voraces


Desperté de madrugada, como lo hago desde niña. No sé porque Cronos tiene la necesidad de pellizcarme siempre a la misma hora. El reloj se sonrío conmigo. Él y el maldito insomnio son mi única compañía. Estoy harta de mi forma de escribir. Las palabras complicadas, adquiridas del vocabulario extenso de los grandes maestros, me mastican la piel. Me reí de la idea. Tal vez por eso envejecemos todos. Las palabras nos muerden con la voracidad de una animal salvaje. Entonces brota un poco de inspiración y, como la sangre, se derrama dejando una huella indeleble. ¡Vaya! El tiempo entonces no es de aquel dios que devoraba asiduamente a cada uno de sus hijos. Los minutos le pertenecen a todas estas letras asesinas que arremeten sin piedad contra la carne humana, insaciables. Pienso entonces que, del mismo modo que en el reino animal, deben existir las palabras depredadoras y otras que sean la presa. Al papel, marco blanco que se vuelve su paisaje, solo le queda observar apacible como se tragan unas a otras. Me da por sentirme la dueña de esta idea y bautizo a los verbos como la expresión más devastadora. A ellos les pertenecen todos los teatros, los cabildos, las sentencias, las ironías e incluso la felicidad. Entonces me confundo. Debería de ser capaz de describir a estos amos en su propia lengua, pero la musa se fuga por momentos y  me deja a sola con mi vicio: los adjetivos. ¡Pobres infelices! Se quedan en el medio. Si defino al verbo como el regidor absoluto, el sustantivo será su presa frecuente. Ese animal temeroso que se mimetiza, que se esconde de la fauces de lo inevitable. Trata de procrear nueva vida antes de ser engullido por un pasado pluscuamperfecto o un futuro coloquial. Va por allí soltando feromonas para que cualquier adjetivo se aparee con el, antes que sea demasiado tarde.  Me devuelvo sobre la misma idea, los adjetivos quedan entonces sin más función que la de congeniar a verbo y sustantivo sobre una línea temporal. Procrear con uno y complacer al otro. Se me acaba el cigarrillo y me doy cuenta que da igual quien sea que cosa. Al final todas las palabras me engullen de la misma manera y destruyen mi cuerpo, por milímetros, sin piedad. Entonces entiendo el peso de este vicio. El amanecer escupe su primera luz sobre mi ventana y la cortina lo corrige. La vida se abre paso y deja atrás mi madrugada inocente frente al ordenador. Me levanto. Tengo la obligación de permitir que todas estas palabras se limpien los dientes y escupan mi sabor. 

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