miércoles, 6 de octubre de 2010

Musas Insurrectas


Fue el mismo día que murió Daniel Ortiz y otros cinco infortunados que, por falta de identificación y  a fuerza de violencia, fueron etiquetados en la morgue como XX. Yo trataba de escribir, quería paz. Como es costumbre, buscaba suplir mis carencias en el sitio menos adecuado. Nada parecía funcionar para que el texto surgiera. Escarbé en viejos libros y las líneas me parecían incongruentes. Puse discos, vagué por el centro de la ciudad un par de horas, hasta me fumé un cigarro, pero nada quiso venir. Las palabras simplemente danzaban desordenadas y atravesaban mi mente con la fugacidad de los astros que cumplen deseos.  Me falta una musa, pensé. Exenta de inventiva traté de encontrar el equivalente masculino de tales deidades. Por conveniencia, mi atiborrado cerebro me propuso un cambio de vocal – muso – y descubrí, sorprendida, que la palabra existía, pero con terminología despectiva y sin tanta mitología de por medio. Me dio por maldecir. Octubre tenía ganas de ser noviembre, vestía pieles frías vientos nuevos.
La musa. Gillaume Seinac. Colección privada.
Redundo, como buscaba paz  se me ocurrió que, carente de semántica, la única opción posible era dormir.  Acomodé la almohada, me puse los audífonos y cerré los ojos. No pasó mucho tiempo para que Mnemea apareciera. Vestía una túnica gris, raída de los bordes. Gesticulaba usando mis viejas sonrisas  a tiempo que derramaba lágrimas enjutas. Giraba en el mismo círculo comprometiendo mi vista miope. Alcancé a tomarla por el brazo y le pregunté por el pasado. Me escupió en la cara varios recuerdos: una cama tibia, una rosa seca, un allegro sin ritmo. Se proclamó dueña de mis verbos y me hizo olvidar mi capacidad de conjugar.  Más terciada aún, alcancé a subir el volumen de la música. Aedea cantó escondida entre las notas de un violín y de la melodía brotó una toga tersa color marrón. La diosa se balanceaba lento entre mis comisuras, haciéndome hablar un lenguaje que aún no puedo plasmar. Balbuceé hasta que la lengua se quedó rígida por tanta incongruencia y el cerebro se me entumeció. La vi con saña y apagué la tonada. Ella, sediciosa, me abofeteó con el peso de todo el repertorio barroco y se nombró a si misma dueña de mis adjetivos y mi métrica.  Yo estaba herida. ¿Quién puede construirse solo con sustantivos? Nada quedaba en mi repertorio cuando asomó Meletea. Agitaba una vestidura verde mientras flotaba por la habitación. Rumiaba mi incapacidad entre sus labios y repasaba mis vicios en su ojos. Recordaba todo lo que yo quería olvidar. Trataba de incorporarme pero sus hermanas me habían abatido. No soy nada sin mis líneas, alcancé a pensar. Con el último aliento me aferré a su ropaje,  ya no quería paz, solo que me devolviera mi vocabulario, si no era posible, por lo menos que me prestara un diccionario. La muy mítica apartó el rostro de mi y me empujó de nuevo a la cama. Se calificó como la dueña de mis sustantivos y, antes que pudiera atajarla de nuevo, salió corriendo por la ventana. Se llevó los últimos vocablos, la paz y mis almohadas.
Me desperté sobornada por el calor de las sábanas al medio día.  Corrí al baño para ver si alguna letra, la que fuera, aún quedaba en mi.  Nada surgió del reflejo. Solo era yo  con tres cicatrices nuevas en el rostro. Bajé por un café y el matutino leía: “ Las musas se sublevan por falta de alcohol y sexo. Motines en todas las calles. Los artistas buscan consuelo en  el pop, el dinero, el sexo y demás cosas cotidianas.”  

1 comentario:

  1. Hey, es el tercer relato que leo de tí, y cada vez noto más el talento que albergas... A mí también me ha pasado casi igual, sólo que yo imaginé a los caballeros del idioma despojarme de todas mis categorías morfológicas y semántica por utilizarlas mal, honrando futilidades en vez de expresar trascendencias.

    ResponderEliminar