miércoles, 10 de noviembre de 2010

El edicto del universo. Creación compleja.

A J, porque los latidos nos inventan.

Fue un golpe que pronto se convirtió en zumbido. La corteza de los árboles y las rocas de los ríos se acomodaron, produciendo un sonido casi estruendoso. El rey, cómodo entre sus cafetos, arropado con neblina, despertó cuando escuchó tanto alboroto. Se frotó los ojos y trató de ubicar la procedencia de aquel rumor.
The Knight of the Flowers, Óleo sobre lienzo,
Museo de Orsay, Paris, Francia.
Desde su coronación, en el lecho lacustre más claro de mundo, no había escuchado a la naturaleza hacer tanto barullo. Además, él era el dueño de todo. Nada ocurría sin que el rey, previa consulta con el concilio de astros, diera su autorización: ni los vientos soplaban, ni el agua buscaba el vientre del mar, el rayo no iluminaba el horizonte con garras de acero o los árboles floreaban gestando su fruto. En fin, absolutamente nada ocurría sin que el hombre, promulgado como absoluto emperador, así lo decidiera.
Mientras buscaba el origen del susurro, el rey se reconoció cansado. Tomar decisiones tan frecuentemente se estaba volviendo un martirio. Congenió con el sol la creación de las estaciones, para que éste tuviera descanso. A la luna le daba de alta todas las madrugadas. Incluso las constelaciones decidieron aparecer solo en ciertas épocas del año. Además, orquestar la naturaleza que tanto amaba, lo dejaba rendido. El monarca se dio cuenta que dormía más de lo habitual y que, a veces, no disfrutaba su creación como antes, cuando todo parecía tener un matiz nuevo. Se rindió a la sensación de pesadez, tomó asiento en la hierba larga de una planicie y recostó su cabeza sobre la panza redonda de la tierra. El sonido, que antes no tenía forma, tomó un ritmo precario. Lub, dub, lub, dub, lub, dub, repetía la entraña de la tierra. El hombre despegó el oído del terreno y meneó la cabeza para acomodar sus sentidos. Abrió sus manos, presionó fuerte hundiéndose por completo en la carne de la planicie. Apretó los ojos hasta que no pudo ver ni siquiera oscuridad y agudizó el sentido. Lub, dub, pronunció el interior de su dominio, en un intento desesperado de comunicarse con él. Sin saber cómo, el sonido se fue acomodando hasta cobrar un ritmo preciso, que recordaba el movimiento de las hojas en las copas de los árboles. El soberano se entregó al golpeteo, alcanzó los linderos de su conciencia y se perdió en un sueño.
Despertó ataviado por un oleaje suave, viendo como la estrella de la tarde servía de heraldo a la luna. Hacía meses que el rey podía viajar a cualquiera de sus parajes con solo soñarlo, creaba nuevos linderos mientras dormía y así lograba descansar un poco. Se dirigió a los astros temiendo haber sido destronado: “¿Qué resuena en el centro de la tierra? ¿Por qué la premura? ¿Hacia dónde corre ese sonido que tanto me distrae?"  El sol sonrió y explicó paciente: “Haz ordenado bien el mundo rey, ha cobrado vida.”   El monarca, siempre elegante, hizo una reverencia e infló el pecho: “ Lo que escucho, entonces, es el latido de mi creación”, afirmó, galanteando con su imagen en el agua. “No, respondió la luna mientras atiborraba el horizonte de plata, el rumor que oyes es tu propio latido. Recuerda que este universo es tuyo, fue creado a partir de ti, más nunca olvides que piensa, siente y cambia a su antojo. Tu serás siempre el regidor absoluto, pero en libertad es dónde tu firmamento será más fructífero.”  El rey no comprendió a la luna, tal sonido no provenía de él. Se sentó agobiado. Enterró sus manos en la arena y, esta vez, pudo palpar el latido. Lub, dub, afirmó de nuevo el terreno, provocando que del rostro del rey brotara por primera vez una lágrima. “ A eso me refería, dijo la luna, ahora tu creación también es capaz de inventarte a ti”. 

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